lunes, 29 de abril de 2013

Pétreo silencio redondea espacios

Pétreo silencio redondea espacios cabizbajos. Escriben de espaldas al mar, la marea no inunda cuando sube y si baja termina llevándose las disminuidas palabras que les dejaron para golpear contra el papel. La conspiración no sucede.

Monjes sin luz que escriben a la luz, ciegos que intentan contar historias a pupilas. Los sonidos contra el muro son pequeños instantes de visión, se distinguen con jorobas enormes sobre la mesa de escribir.

No detendrán la marcha, están demasiado acostumbrados a mentir a cambio de pan. Desatinada manera de sobrevivir. Sobre el cabello del último monje descansa, libidinosa, la anarquía.

lunes, 15 de abril de 2013

El círculo no es redondo

Los recuerdos acuden en ráfagas, unas veces más nítidas; pero continúan regresando a pesar de los años. Dicen que grité con todas mis fuerzas para conseguir la piedad de mi madre, pero las lágrimas y la cara roja no lograron que me sacaran de aquel lugar al que veía como el castigo más grande del mundo.

El círculo infantil apareció como un escarmiento. Supongo que me preguntaba, una y otra vez, si me había portado tan mal para merecer que mi mamá me dejara en un lugar que no quería estar. Pero las respuestas, a esa edad, no son lógicas. Entonces, por varios días, solo recordaba a mi madre alejándose y yo detrás de unas rejillas, llorando, sin poder hacer nada para escaparme.

No recuerdo con exactitud cómo pasó aquella marea de desagravios, cómo dejé de alterarme al extremo cuando me dejaban sola con unas educadoras que no conocía, y cómo cambió de color aquel sitio que dejé de entender como una terrible condena. De repente me encantaba el círculo, y que mi mamá me dejara lo más temprano posible, y que se fuera. ¡Loca mente la de los niños!


martes, 9 de abril de 2013

El indefenso campesino de la parábola kafkiana

Con Eduardo Heras León

  “Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo.”

El proceso, Franz Kafka

Todos habíamos fijado la vista en un punto no visible del aula. El silencio era intermitente. Esperábamos. La señora desenvuelta de la recepción nos dijo, la noche anterior, que “un profe, un tal Eduardo”, había pasado para comunicar que las clases comenzaban a las 9 de la mañana. Nosotros no lo habíamos visto. La mayoría nunca lo había hecho, razón que provocó rigidez en el saludo cuando apareció en 5ta Avenida esquina a 20, número 2002.

Heras León caminaba despacio, como si le pesara demasiado la historia. Correctamente vestido, carpeta en mano, paz restaurada en la sonrisa y un tono de voz capaz de calmar durante las tormentas. Y lo cierto fue que, durante las clases en meses sucesivos, creció muchísimo la amistad y el torrente de conocimientos literarios que nos regaló para que aprendiéramos, al menos, a ser mejores lectores.

Hace poco coincidí nuevamente con el profe, durante la feria del libro. Reunidos en la UNEAC de Santa Clara volvió a conversar sobre un tema que siempre le resultará difícil, y del cual ya nos había contado durante el curso: el Quinquenio Gris.