No tuvo otro paisaje que enfermeras con sueros y jeringuillas, no tuvo otras esperanzas, ni otras oportunidades. Bajaba todas las tardes a un salón al que yo no podía entrar. Radiación, decía el letrero de la puerta. Iban a ser diez simples sesiones, nos dijo el doctor, pero aquella habitación misteriosa no pudo detener la enfermedad que ramificaba como fértil hierba.
Años antes había sufrido una operación. Tenía un espacio ausente en el pecho que jamás la hizo menos bella ni menos amable. El color añil en las canas blanquísimas, provocado por intermitentes baños de azul de metileno, le daban un aire de señora de otra época y se imaginaba ella como un personaje en la habitación profusa de Emily Dickinson, aunque jamás la hubiera leído, o miembro de alguna tribu celta en los alrededores del monte Saint-Michel durante la marea del siglo.