Un señor arrastra periódicos, cadenciosamente. La nube de polvo hace inútil el reflejo de los carros vacíos. Todo es santo en la tierra del pecado. Concluyen las semanas como gatos suicidas y las noticias regresan, impúdicas y borrachas, de algún burdel conocido.
Una niña arrastra arcoíris que no tienen sombras en colores, sin ritmo visible. Se corta las trenzas de su abuela y las arroja en el lodazal de la casa. Pinta el vestido con barro, la piel, la muñeca de viento; se aleja, sin imaginar cuánto salvará en la distancia.
Las semillas de los hombres acaban, y los periódicos no atinaron nunca, ni avisaron a tiempo el holocausto.
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