La cena estuvo lista a las 10. Sirvieron la mesa. Lanzaron los platos desde la cocina, uno tras otro, sin parar; y luego fueron las ollas y los calderos embarrados de salsa, una salsa roja y embrujada, y después las espumaderas, los cucharones, los tenedores y los vasos. Todos volaron hasta caer sobre el mantel, sin derramarse apenas un solo grano de arroz, o salirse un solo trozo de carne. Ellos, los dos, vinieron más tarde, cuando ya yo tenía las piernas cerradas y el estómago abierto.
Habían cocinado para mí durante toda la tarde y los cuchillos iban hasta el techo y luego bajaban para picar en segmentos pequeñísimos los ajíes, las cebollas, los ajos, sajaban a la mitad los limones y el sumo me entraba por un seno, obligándolo a permanecer eréctil y hambriento. El pollo se había descongelado a prisa, y ellos lo deshuesaban con una agilidad increíble, como si hubieran nacido para acuchillar las carnes y meterles dentro, con un dedo, bien fuerte, el aderezo.
Quizá por ello, cuando vinieron, aún de las manos le supuraron sazones, que luego le recorrieron el brazo y los hombros y el cuello, hasta que, cansados de avanzar, se adormecieron en toda la boca. Miramos los platos, luego los cubiertos y a la par los tomamos por el mango, brusca y primitivamente, y saboreamos el bocado inicial, despacio, como si el resto de la vida nos la fuéramos a pasar sentados en aquella mesa.
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