lunes, 12 de noviembre de 2012
Ni morir en paz se puede
Sucede que uno piensa, en un determinado punto de la vida, que pocas cosas pueden sorprenderlo, pero siempre se equivoca; y enmudece cuando viene alguien y le cuenta sobre «los disparates» que están haciendo en la funeraria. ¿Qué?, te asombras, y no puedes creerlo, pero lo haces, porque sabes que el cubano es el único ser capaz de enterarse de todo, incluso antes de que sucedan las cosas.
Te incomodas, toda persona que te cuenta algo tiene el poder de pintarlo con un realismo tal que te parece vivirlo; y te sulfuras, apoyas su mal genio y sus palabrotas. Sabes que otras veces, cuando has ido a visitar un amigo, por ejemplo, y has golpeado en la puerta, ha salido el vecino X (aunque no te conozca) y te ha dicho: «Menganito hoy tenía el dos en el turno médico para atenderse la rodilla, y yo te aconsejo que ni lo esperes que de ahí iba a conseguir un plomero para arreglar el baño». El vecino X siempre conoce las más emocionantes historias sobre todos los habitantes del barrio.
Luego, te insultas nuevamente, pero ahora logras canalizar un poco la ira y le pides a ese alguien que te cuente bien cómo fue todo, quieres los detalles. Lo escuchas sin dejar de sorprenderte: «Pues nada chico, tan simple como que la funeraria tiene un plan energético anual y si lo sobrecumple antes de fin de año pues hay que apagar. Por eso ya velaron unos cuantos en la florería. Ni morir en paz se puede». ¿En la florería?, tamaña humillación.
Te imaginas el panorama mientras blasfemas contra las malas planificaciones, porque así sucedió ya una vez en el Lácteo de Cienfuegos: cumplieron el plan y no produjeron más helado hasta nuevo año. Percibes entonces el escenario tan cruel como puede ser: la funeraria apagada y una cuadra más adelante el local de la florería prestando los servicios mortuorios.
Te preguntas cómo es posible que eso pueda suceder, pero no encuentras respuestas que calmen la desazón. «Esto no es fácil», te dice alguien, «cada vez uno ve cosas peores. Esto hay que denunciarlo». Y uno se queda compungido, pensando en qué puede hacer para combatir anomalías de esta magnitud.
La noticia corre rápidamente entre las bocas de la ciudad. Todos están molestos. Bravos. Impresionados. Crece la ira con los minutos. La información llega a la prensa. Se activa la sed periodística de criticar lo mal hecho. Camino a la funeraria, una periodista piensa ya en cómo empezar el trabajo, el gran titular que encabezará la primera plana del periódico del viernes y en el Premio 26 de julio que de seguro estará en sus manos en cuestión de unos meses.
Ante los directivos de la funeraria se detiene el caos. Unos segundos de clama reordenan el panorama. «¿Cómo?», es la expresión del director que se ruboriza al instante, «y esa barbaridad quién se la dijo. Pero si nosotros tenemos hasta un grupo electrógeno para casos de emergencia».
Las bolas son la muestra más impactante de la creciente imaginación del cubano actual. Progresan con el desarrollo mismo de la sociedad, y son capaces de admitir hasta los más impensados sucesos que ni la literatura de ficción podrá superar.
Cuando «alguien» les cuente «algo», ¡cuidado!, uno puede caer en la gata de apoyar y contribuir a la difusión de la bola. El folclor cubano ganará siempre, sin dudas, pero otros se quedarán con las ganas de redactar el trabajo periodístico de su vida.
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