En la oscuridad encontró la más profunda intensidad de la luz, y cruzó con sus versos hacia una nueva dimensión del significado de las palabras. Arturo Carrera zarpó de Coronel Pringels una mañana de sus 18 años y, tiempo después, Buenos Aires asistiría a su nacimiento lírico como espectador celoso y estupefacto.
La tradición poética argentina encontró pronto un techo vanguardista en los poemas de Carrera. Su amistad con Alejandra Pizarnik y otros artistas contemporáneos potenció sus horizontes. Su primer libro, Escrito con un nictógrafo, contiene un disco compacto con lectura de Pizarnik y prólogo de Severo Sarduy; es un exponente puntual del neobarroco latinoamericano.
A su desempeño poético acompañan disímiles premios entre los que destacan: Premio de Poesía Hispanoamericana Festival de la Lira en Ecuador (2009) y Segundo Premio Nacional de Poesía (2011). Su obra ha sido traducida al portugués, italiano, francés, sueco e inglés y forma parte de numerosas antologías.
Junto al dramaturgo y poeta Emeterio Cerro creó el teatro de títeres ambulante El escándalo de la serpentina. De conjunto con Juan José Cambre, César Aira y Alfredo Prior, funda en el 2006 Estación Pringels en su pueblo natal; sitio que ha devenido posta poética, centro de traductores literarios y estéticas múltiples.
—Insertarse en un escenario literario argentino cimentado por escritores como Borges, Cortázar, Storni, Gelman, quizá supuso un trabajo doble, ¿cómo sobrevino para Arturo Carrera este proceso?
—Cuando llegué a Buenos Aires (en 1966) y tiempo después (en 1971), cuando publiqué mi libro Escrito con un nictógrafo, no tenía mucha idea de la fuerza insoslayable de la tradición. Publicar mi primer libro fue una apuesta difícil por las diferencias formales del mismo en relación con otras obras de poetas de mi generación y de generaciones anteriores. De modo que hablar de inserción es imposible para mí. Fue una apuesta, digo, en todo caso, la ingenuidad vanidosa de quien escribe y publica su primer libro. Sólo me planteaba algo en lo que aún insisto. Poner en acto cada vez, aquella inocente imagen de Mallarmé en su poema a Poe: “volver más puras las palabras de la tribu”. Sostener esa apuesta si se quiere ética. Darle al lector o devolverle, antiguas palabras en formas nuevas, transformadas y enriquecidas de sentido.
—José Lezama Lima es reconocido como el inicial y mayor exponente del neobarroco latinoamericano, ¿cuando usted comienza a escribir estaba influenciado específicamente por Lezama, o existieron otros escritores en aquel principio?
—No, Lezama no existía para mí aún. Existían Girondo, Borges, Vallejo, Martí, Neruda, Mistral, Pizarnik, pero Lezama no había asomado su garra barroca aún.
—¿Cómo podría clasificarse la obra de Arturo Carrera: neobarroca, neobarrosa o barroco de la simplicidad?
—No me gusta definirme en relación a un estilo. De los tres adopté “barroco de la simplicidad” porque quien lea mis libros se dará cuenta de que no hay excesos barrocos ni juegos de palabras ni siquiera metáforas sino metonimias (un poco ajenas al barroco). Por eso mi obra a partir de mi libro Arturo y yo puede alzar ese eslogan publicitario que desdeño un poco: barroco de la simplicidad.
—¿Cuáles define como sus autores preferidos, tanto cubanos como extranjeros?
—Es la pregunta más difícil y todo escritor sabe cómo van cambiando sus preferencias con el paso del tiempo, y cómo van volviendo aquellas que dejó atrás en la adolescencia, y cómo se disuelven aquellas que disfrutó acaso ayer. En fin, si nos atenemos a la definición de clásico entre las muchas que dejó Calvino en su precioso libro ¿Por qué volver a los clásicos?: clásico es aquel libro que se presenta como “un efecto de resonancia”. Entonces son muchos los autores clásicos que frecuenté. Y temo recordar mucho a los que no amé tanto y olvidar a los muchos que leí demasiado. ¿Parece un bolero?
—¿Qué ha significado en el contexto argentino el proyecto Estación Pringles que usted dirige junto a escritores y artistas amigos, y cuán enriquecedor es para usted y para los artistas de su generación?
—Voy a transcribirte lo que dijo el escritor Daniel Link acerca de nuestro proyecto, es mucho más elocuente de lo que yo pueda contarte: Estación Pringles/Espacio Quiñihual: “Hace poco más de un año, Arturo Carrera estaba trabajando en Las cuatro estaciones, su libro reciente. En el curso de esa investigación sobre estaciones de ferrocarril, Carrera y quienes lo acompañaban en aquellos meses llegaron hasta Quiñihual, un lugar habitado por los fantasmas de infancia del poeta, que le dijeron al oído sus secretos anhelos y contagiaron la misma fiebre a una “comunidad de centinelas”, una pandemia que (la poesía no es sino esa fuerza de combustión y transformación de la energía en materia y la materia en energía y…), de inmediato, volvió real lo imaginario: había que crear una sociedad (llamada, por supuesto, Estación Pringles) para recuperar esa parte de nosotros que habíamos dejado que se nos escapara como arena en el viento. Gracias a la fuerza de un deseo colectivo, lo que en principio era apenas el rumor de un poema en marcha se transformó en el tren de la historia: las antiguas estaciones de ferrocarril desmanteladas volverán a existir por (y para) el arte y por (y para) el pueblo. Una forma de descentramiento pero, sobre todo, una forma de hacer política. Los primeros funcionarios a quienes se interesó en el proyecto exclamaron: “Ah, pero ustedes quieren fundar un pueblo”. Sí. Y, de paso, devolverle al pueblo la memoria poética que le pertenece”.
—Además de la escritura y la pintura, ¿cuáles son sus pasiones?
—La música. Un tiempo pulsado, que nos permita el desarrollo mínimo de las formas de las que tenemos necesidad, las asignaciones mínimas de sujetos que somos, pues subjetivación, organismo, pulsación del tiempo, son condiciones para vivir. El poema nuevo debe recuperar otra pulsación, una pulsación que ha perdido.
—En una ocasión confesó que su amistad con Pizarnik, Perlongher, Osvaldo Lamborghini, Emeterio Cerro, entre otros artistas, había sido “una inolvidable fiesta”...
—El humor, el sentido del humor y la amistad, y las correspondencias de la amistad son una fiesta. La pérdida de esos amigos fue un hecho muy doloroso para mí. No obstante, me queda la eternidad de sus poemas, de sus ritornelos, de su locura que también parecían y son la música de la fiesta…
—Expresó una vez que, en su caso, un traductor de poesía no hace otra cosa que querer ser el poeta a quien traduce, ¿qué complicidad existe con aquellos autores —como Henri Michaux, Haroldo de Campos, John Ashbery, Pier Paolo Pasolini— a los cuales ha traducido?
—Sí, claro, quiere ser ese poeta. Se superpone esa manera atenta de leer, a la práctica de la escritura de ese autor que amamos. (Hablo de la traducción de poesía).
Con la traducción de Michaux introduje en mi espíritu, en efecto, ritmos que desconocía pero sobre los que yo mismo produje una dirección indeterminada o involuntaria, si se me permite la expresión. Por medio de la aceptación de esos ritmos sobre los que incidí, avancé en otra idea de la traducción: es decir, que la traducción es un mixto de memoria noética, visual, experimental y consciente, y de una memoria hiponoética, que trae para sí secuencialmente, aspectos sonoros ineludibles, bloques, terrones de sonido imprescindibles para la marcación, digamos casi soñando, de un territorio poético próximo al del músico Messiaen y sus pájaros. (En este sentido una buena traducción sería una buena demarcación de un territorio, lograda por la eficaz memorización de los íconos del canto y de los bloques “no sabidos” de sentido).
—La primera obra es determinante en un poeta, como usted también dijera, ¿a la distancia de los años, y luego de tener más de 20 libros de poesía publicados, qué significó Escrito con un nictógrafo?
—Escrito con un nictógrafo partió de la idea de construir un objeto funerario fractal, donde las frases producidas en un aparato de escritura inventado por Lewis Carroll y adaptado por mí, dio como resultado fragmentos de texto en diferentes copias y bandas luminosas. Pero asimismo acercó el universo de los autómatas, de las páginas invertidas (blanco sobre negro), de las tachaduras mallarmeanas, de los rituales cinematográficos de Jean Marie Straub, etc.
Cuando escribí Escrito con un nictógrafo, en la práctica mi primer libro, dado que el primero es aquel que requiere el reconocimiento de un esfuerzo pulsional y ético por ese “volver más puras las palabras de la tribu” que te mencioné, me doy cuenta de que lo que hice fue escribir lo que en el grupo francés OULIPO, Perec llamó un texto à contrainte. Forzado. Escrito a partir de una clave, en mi caso la oscuridad. La oscuridad “verdadera” y no la oscuridad hermética, ficcional. El hermetismo de la oscuridad “real” propiciaba un espacio de encantamiento ritual y compulsivo. La contrainte era asimismo, créase o no, la supresión de los afectos y la inauguración de un afecto nuevo, innombrado: la sensación, el común denominador de los afectos: el ritmo (como quiso mi filósofo favorito: Deleuze).
Y entonces empecé a escribir en lo oscuro, a “ritmar” a mi modo, en lo oscuro ese nuevo ejercicio que mis ancestros habían llamado “rimar” en lo claro.
Me despertaba y en la infinita oscuridad escribía. Con un lápiz grande, tipo carpintero, un pincel, un marcador y una hoja cuadrada, blanca. Eso era mi nictógrafo. Un utensilio à contrainte. Constituido quizá por los equivalentes actuales de los remotos cuños cúficos sobre la arcilla blanda. Pero que contenía la invención de Lewis Carrol, el nictógrafo o tliflógrafo, uno de sus inventos realizado para “sus insomnios de solterón”.
La publicación, más tarde, del libro propiamente “dicho”, siguió inventando una aventura à contrainte que yo leo ahora desde aquí como una manera de plantear un procedimiento poético nuevo en Argentina y que me separaba de la poesía tradicional.
—Bajo la plumilla de la lengua, es el poemario antológico suyo que acaba de publicar el fondo editorial de Casa de las Américas, ¿con qué madurez llega a este paraje del camino Arturo Carrera?
—Siguen las temáticas autobiográficas, pero son un poco búsquedas de una autobiografía, como en el caso de Perec. Uno se esfuerza en escribir autobiografías cada vez que escribe un poema, una novela, un cuento. Digo se esfuerza porque son el ejercicio de pulsar la realidad. No hay madurez, hay tozudez, hay insistencia. Siempre está la pregunta acerca de la eficacia de la obra personal. Y es como la pregunta de los antiguos precolombinos: ¿qué fin tendrá ese librito? ¿Cómo su lectura?, ¿próspera o adversa?
—Si le pidiera un poema suyo para incluir en la entrevista, ¿cuál escogería?
TÍTERE DE LA MONEDA
Pringles, 4 de enero de 2004.
Viene un chico a la puerta y grita desde afuera:
“Señor, ¿tiene una monedita?”
Abro la mirilla grande de la puerta negra,
le digo entre los relieves oscuros: “¡Sí; ya
vuelvo!” Y voy hasta la caja donde guardo
los títeres de guante; me calzo uno y
lo llevo hasta la mirilla, ahora Boca del Teatrino:
“—¿Síiiiiiiiiiiii? —y el chiquito se ríe.
Y el títere de la moneda le da la moneda.
¡Por suerte no soy yo!
El títere de la moneda le da la bienvenida a mi puerta.
¡Por suerte no soy yo!
El títere le dice que todos los remordimientos
son esa monedita trucha que le da.
Que todo el dinero del mundo
es su mentira que le entrega.
Que toda la falsedad de la Tierra cabe
en nuestro dolor, en la mísera alegría
de ese instante sin rencor: “¡Gracias, Señor,
hasta mañana!”
—Primera vez que forma parte del Jurado de Casa de las Américas y que visita Cuba, ¿qué percepción le merece el Premio, Cuba y la calidad de las obras en concurso?
—Es extraordinario estar aquí. Vuelve aquella expresión que tuve en otra isla, Sicilia: “no es cierto que estoy aquí”. Me dicen que Colón en su diario compara a Cuba con Sicilia ¿no es así?
En cuanto al premio, es arduo por la cantidad de trabajos presentados, más de 300. Pero qué felicidad entrar en ese laberinto interminable de imágenes. Dormido las sueño. Despierto las repaso. Falta la selección final, que siempre se aproxima, como la poesía, como la alegría misma.
Arturo Carrera es una de las figuras esenciales de la poesía contemporánea. Sumergirse en su mundo poético resulta revelador y desafiante. Los límites del lenguaje se destruyen y rehacen en el interior del universo de imágenes que crea y lo autobiográfico se convierte eternamente universal. Sus versos, como él mismo, son un oasis que se expande, riguroso, sobre el desierto.
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