Las ciudadelas habían sobrevivido durante mucho tiempo. Se levantaron, cautelosas, entre los edificios, en espacios yermos; fueron cubriendo zonas específicas del paisaje como en un tablero de ajedrez deben existir los cuadros negros. Crecieron, a la vista de todos, con inteligencia absoluta y demostrada eficacia.
Un 99,9 por ciento de quien en algún momento vivió en un primer piso de un edificio (y otros también) en un barrio, violentó la pared última de la cocina para expandirse, y bien se expandieron, tanto, que algunas geografías fueron modificadas al extremo; uniendo, por ejemplo, dos edificios por la parte trasera e impidiendo el paso entre ellos o sustrayendo, del panorama común, zonas de esparcimiento u ornato.
Hicieron cocinas más cómodas, cuartos extras, corrales de puercos (u otros animales), parqueos para carros, motores, etcétera; patios amplios para particulares usos, gimnasios, talleres, huertos… y hasta casas completas anexadas a una pared mutua. De todo. Unas más grandes, otras más pequeñas, más lindas, menos felices, más acabadas, más artesanales; una especie de fabelas crecientes que florecieron con ímpetu y se mantuvieron (muchas aún lo hacen) hasta hace muy poco.
Que resolvieron una necesidad imperiosa para X personas en un período especial (donde si no tenías un garaje para tu carro, y estatal no había o no podías usarlo, te lo montaban en cuatro ladrillos y se llevaban las ruedas; o tenías que cocinar en los parques porque la llama de la leña prometía consumir tu casa), es cierto. Que era ilegal pero lo permitieron abiertamente sin coto visible, también lo es. Que en muchos casos estas construcciones colocaron barreras a ciudadanos comunes y deslucieron el paisaje de los barrios, es en igual medida otro grano en la montaña de las verdades.
Entonces llegó la siega. Por alguna razón (discutible o no) lo permitido mutó a no serlo y la ley ordenó la desaparición de las ciudadelas. Visitaron casa por casa y repartieron citaciones judiciales y supervisaron los estridentes derrumbes.
Cayeron las estructuras, las vigas, la madera de las casuchas, los postes sembrados como árboles, los cristales y las cabillas y por mucha limpieza posterior, una alfombra de escombros quedó, pareciera eterna, sobre las ruinas. Volvieron a cerrar puertas, colocaron antiguas ventanas, rompieron el piso de cemento donde antes hubo quizá un pequeño jardín que jamás volverá a renacer. Cayó lo que cayó y se mantuvieron, valientes, otros; igual, sin explicaciones equitativas.
Y ahora el paisaje está peor. La basura y otros ripios o desperdicios, como imán, va a parar a estos sitios desvanecidos; el polvo de los días contamina y unos hierbajos horribles empezaron a crecer y a alimentarse como lo hacen los gusanos en la carne muerta. Lo que supuestamente era para embellecer está más horripilante, más sucio, más deforme.
Ante la insostenible promesa de ofrecer sitio seguro para todos los vehículos particulares, retrocedieron en la medida y, ahora sí, con permiso de por medio, permitieron la construcción de nuevos garajes (con determinadas dimensiones y forma) para estos choferes. ¿Acaso no es un ultraje para el que tuvo que derribar y luego sacar de los escombros materiales reutilizables? De igual manera son pulgas en la banda visual.
Ahora, lo cierto: el espacio vacío, el de las molestas ciudadelas, ahora no es de nadie. Desde la ventana del cuarto piso donde vivo solo observo fealdades, suciedad y abandono. No es que esté de acuerdo con ilegalidades ni apropiaciones indebidas, pero mucho menos puedo estarlo con lo horrendo del paisaje.
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