No tuvo otro paisaje que enfermeras con sueros y jeringuillas, no tuvo otras esperanzas, ni otras oportunidades. Bajaba todas las tardes a un salón al que yo no podía entrar. Radiación, decía el letrero de la puerta. Iban a ser diez simples sesiones, nos dijo el doctor, pero aquella habitación misteriosa no pudo detener la enfermedad que ramificaba como fértil hierba.
Años antes había sufrido una operación. Tenía un espacio ausente en el pecho que jamás la hizo menos bella ni menos amable. El color añil en las canas blanquísimas, provocado por intermitentes baños de azul de metileno, le daban un aire de señora de otra época y se imaginaba ella como un personaje en la habitación profusa de Emily Dickinson, aunque jamás la hubiera leído, o miembro de alguna tribu celta en los alrededores del monte Saint-Michel durante la marea del siglo.
Ella me enseñó mucho más de lo que le permitía su pobre sexto grado. Me enseñó a aceptar las diferencias y a escuchar las sutiles vibraciones del viento, me abrió todos los caminos de las flores donde había espinas tan cortantes como necesarias, me regaló la paciencia de los árboles y me amparó durante las tormentas que abatieron la casa con voz seria. Con su mirada me hizo crecer en las direcciones humildes y expandirme hacia donde el lago dejaba de serlo.
Era increíble su capacidad para querer todo el tiempo, para no violentarse ante las situaciones más difíciles, para sonreír, siempre sonreír, incluso cuando el dolor se hizo insoportable. Me lastimaba toca su piel resentida, me hacía débil mirar sus ojos sin poder aliviar el mal que le quemaba por dentro. Hubo demasiadas cosas que no vivimos juntas, muchas llamadas que no pude hacerle para decir que me había graduado, que había ganado una beca, que iba tener su primer bisnieto...
Una mañana me quedé con la leche caliente y el pan con mantequilla dentro del bolso. Llegué a la cama de mi abuela con el desayuno, pero ella no quiso despertar. Me quedé en un rincón a esperar por los médicos. No deseaba escuchar nada, y tampoco quería irme. No podían reanimarla, no se incorporaba, no iba a hacerlo. Mamá me mandó para la casa, a esperar, aunque nunca supe por qué.
El cuarto se me hizo eterno, y el reloj nunca caminó como debía. Estaba sola.
Eran más de las doce cuando sonó el teléfono.
Solo puedo escribir "gracias" por decirlo todo como yo nunca he podido.
ResponderEliminarOtra nieta...
Gracias a ti por leer y comentar... y te regalo las letras para tu abuela también...
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