Para siempre fundidos en el hijo quedamos (...) / él hará que esta vida no caiga derribada, / pedazo desprendido de nuestros dos pedazos, / que de nuestras dos bocas hará una sola espada / y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos.
Un soldado, en la trinchera abierta por sus versos, camina. Defiendo tu vientre de pobre que me espera (...), para el hijo será la paz que estoy forjando, escribe. El fusil cerca, el uniforme roído por la cárcel eterna que vendrá, por la enfermedad que consumirá su esencia, como el agua al corazón. Un padre de luz sobre la más oscura lámina levantándose.
Recorrer los poemas que el español Miguel Hernández trazó para sus hijos es definir la acepción de padre. Es imaginar demasiado, es pensar el dolor desde los significados más bellos, es entender la posibilidad que tiene un hombre de amar al hijo desde una simpleza descomunal, es pensarlo como la profunda necesidad de hacerlo todo para defender la inocencia de sus cuerpos.
Durante la Guerra Civil Española escribe Miguel Hernández poemas trascendentales, muchos están ligados a su esposa y sus niños. Aunque el primer hijo no llega a cumplir el año, mientras vive es la esperanza que lo ayuda a seguir en las batallas; y el segundo (Manuel Miguel) es otra vez fuente donde vierte tremendamente hermosos sentimientos paternos.
La cárcel fue para Hernández castigo permanente. Allí murió a los 31 años, sin que pudieran cerrarle los ojos, presa del tifus y la tuberculosis, alejado siempre del amor directo, anhelante de volver y besar y abrazar y estar. En la penitenciaría recibe una carta de su mujer donde le cuenta que para amamantar al pequeño Manuel Miguel solo comía pan y cebolla. Nanas de la cebolla (quizá uno de sus poemas más conocidos) es un canto triste pero embebido en una ternura que paraliza:
“En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba. (...) / Ríete niño / que te traigo la luna (...) / Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. (...) / Vuela niño en la doble / luna del pecho: / él, triste de cebolla, / tú satisfecho. / No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre.”
Hay otros Migueles que también pueblan esta ciudad, lejana y similar al entorno de los años treinta del poeta español. Muchos que se ocultan de la realidad para que sus hijos no lo sepan. Y acuden temprano a otras guerras que con suerte, si atardece, traerán sosiego. Otros Migueles sin edad y sin costumbres que metamorfosean ante la mirada de unos ojos diminutos y luego colocan prismas en el techo de la casa o timoneles en las ventanas o pequeños trozos de palabras en los azulejos, para que un niño descalzo que corre siempre tenga la manecilla dorada y una sonrisa dispuesta.
Padres de luz después del vientre, que saben vigilar los sueños y dejar sobre la mesa su plato favorito. Mano ruda y temblorosa cuando regaña para que no salten las ganas de abrazar. Padres que regresan siempre en calma hacia el lago donde habitan los ojos del hijo, que son absolutos y raras veces los verán mentir.
Poemas de Miguel Hernández
Generación del 27
Hijo de la luz y de la sombra (Serrat)
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