Cuando se disponen a bajar lo hacen rápido. Toman las cubetas y las sumergen en el riachuelo, que unos días suele estar más abundante para suerte de los recaudadores. Luego escalan hasta la superficie, chorreando el líquido, agarrándose de la pobre ladera, impulsándose con las hierbas infértiles o siendo ayudado por algún compañero. Ya en la cima, respiran profundo, por si no pudieron hacerlo allá abajo, y se marchan, gloriosos, con el líquido saltando de los envases.
Algunas tardes la fila de hombres crece con más frecuencia. Se les ve desde lejos. Conversan, mientras uno por uno descienden desde la carretera hasta desaparecer en los bajos de las aguas. Algunos montan bicicletas, otros llegan en carretones de caballo y los menos se marchan caminando con la mano tensada por la presión del peso de la cubeta. La fila disminuye a medida que avanzan las horas, al igual que el arroyo.