lunes, 1 de febrero de 2016

Martí escoge arroz una tarde en Pueblo Griffo

La vista fija en el arroz; lo escojo. Sentada a la mesa una tarde cualquiera. En el televisor Alejo Carpentier habla en blanco y negro. Hace más de una hora que habla. Dos bultos de arroz: uno sucio, otro que parece, como los valles. La mesa es manigua, con mambises sin machetes encima de españoles que ahora, para explicarse, llevan una carta de nacionalidad bajo el brazo. Las cadencias han cambiado. Este paisaje. Carpentier inunda de acento francés la casa; un bulto de arroz crece, en el cuarto duerme un ángel y mi madre ha salido, envuelta en abrigos raros, a buscar el pan nuestro, que es de harina desechable y sabe mal. Afuera atormentan los pájaros, chiquillos que “gritan” sobre pelota con argumentos cuestionables y este frío sin época que logra desvariar las estaciones del país.
Alejo (en blanco y negro) habla ahora sobre Martí. El genio, lo llama. La entrevista se detiene mientras Carpentier explica, magistralmente, dónde radica la agudeza del Apóstol. Convence con una anécdota sencilla: Martí en París, frente a los lienzos impresionistas que aún no son la vanguardia impresionista, y Martí identificándolos como la vanguardia, antecediéndose al tiempo. Pero no solo lo hizo con la pintura, dice Alejo, lo hizo con la brillante política que trazó un destino y una libertad para Cuba, lo hizo con su crítica a todas las artes, con sus discursos, lo hizo en su obra que fluctuó de estilos según los públicos, y que también fue barroca, enfatiza Alejo. Crece el bulto opuesto de arroz.
Aún me falta mucho, muchísimo, por completar las obras completas de José Martí. En las librerías parecen adornos a los que apenas se les sacude el polvo los fines de semana. Veintiocho Adornos. Adornos caros que yo, por ejemplo, debo ignorar, porque el precio casi alcanza la totalidad del cobro. Adornos que uno ve en las vidrieras y luego baja la vista y continúa como si nunca los hubiera descubierto. Quizá Martí me regaló sus obras aquella tarde escogiendo arroz, mientras Carpentier lo defendía en España.
Mi madre llega. Dos jabas le cuelgan del brazo. Termino el arroz. Carpentier habla sobre Los pasos perdidos y el salto del ángel. En una jaba el pan de la libreta, prieto y feo, en la otra el más caro, reluciente y parece con grasa.
Luego, dentro de otra paz, leo detenidamente los ensayos de Gastón Baquero sobre José Martí, más sentidos gracias, quizá, a una creación común que compartían, a un lenguaje particular que utilizaban en la realización poética. Hay en Martí un misterio, decía Baquero, “el de la magnitud de su obra (...) conformada con la brevedad de su vida. (...) Martí parecía estar en el aire, en las nubes, perdido en un bosque de ensueños y poemas. Demostró con su vida estar sembrado en lo más hondo, enterrado a toda su estatura en las entrañas mismas de la patria”.
Escribió Gastón que, por encima de todo, Martí era poeta siempre, no importa si estamos hablando de su prosa o del verso, de los discursos o las palabras escritas al azar y con desorden, o si se trata del silencio: “poetizaba su vida y la vida de los otros”.
Tengo en casa los dos tomos de la poesía completa de Martí. Gran parte de estos textos los leí boca arriba en la litera de la Universidad, allí los conseguí, de una manera fugaz y taciturna. Uno llega a conocerlo muy profundo y entiende, como también escribió Baquero que “a este (Martí) hay que buscarle la mayor perennidad, la más alta veta de provecho para la nacionalidad cubana, no tanto en la repetición automática de todas sus palabras e ideas, como en la imitación de su actitud moral ante la patria (...). Su conducta, su impecable acercamiento a los dineros ajenos, a la sensibilidad, a las razas, (...) todo lo que implica conducta, modo de ser ante la colectividad, resulta insuperable en Martí.


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