Foto: Ismael Francisco |
Debe llamarse Helen, por esa forma de peinarse al medio…
Alexis Díaz-Pimienta
No la conocí. No la conozco. No sé cómo se llama, ni cuál es su juego preferido. No sé si le gustan los huevos bien fritos para el almuerzo, o si se acomoda en los árboles para mirar el suspiro de las montañas. No lo sé. No sé cuál es su casa, ni el nombre de su mamá, ni en qué mes nació. Debe tener unos 7 o 9 años, por el color de la pañoleta. Más no lo sé bien. La vi una mañana con su mochila colgándole de los hombros, y se me coló por el centro del iris. Desde entonces la llevo guardada como el mayor de los tesoros.
Venía pegada a la orilla de la carretera. Como temiendo de la ferocidad del tráfico. Pero los parajes de Guamuhaya son muy tranquilos, y casi no los invaden monstruos en ruedas. Aún así venía entre los bordes, cuidando de no pisar demasiado el asfalto, y de no maltratar demasiado la flora. En la mano llevaba un pomo de agua, inmenso, que también regresaba cansado y vacío después de la jornada matinal junto a las palmas.
Tal vez se asustó al verme. Yo invadí su entorno, y sin preguntar. Más, no se alejó corriendo, pasó por mi lado y me miró de reojo. Luego se fue perdiendo, lentamente, entre mi espalda y el horizonte. Pero sus colores quedaron como arcoíris pegados en el aire. Tatuados sobre las laderas, aún hay ribetes azules, rojos y blancos.
Es verdad, puede “llamarse Helen, por esa forma de peinarse al medio”, o puede ser Alicia, por el modo en que camina, o Claudia, por esa manía de escurrirse entre montañas. Pero eso nunca lo sabré.
La imagino despertar en casa después del canto de algún gallo, también sin nombre, y correr hacia el baño. Está atrasada. Casi son las ocho. Derrama un poco de leche sobre la mesa, y las migajas de pan van desparramándose hasta la puerta. Saca las alas de la única gaveta del único estante, se las coloca detrás de los hombros, las agita, y vuela bien raso sobre suelo. Por eso, nunca llegará tarde a la escuela.
Al mediodía desciende con el cansancio de la mañana abarrotándole la aureola. Y permite que la observen plena, en medio de la nada que se hace pequeña a su lado. Entonces Helen, o Alicia, o Claudia, nos pasa por el lado, mitad inadvertida, mitad al descubierto, y sucede que después de ese instante, pocos cosas en la vida vuelven a ser del mismo color.
Los ángeles también descienden de las montañas. Sí. Lo hacen.
Ufff, joven que usted si siente las letras....
ResponderEliminarTrato de hacerlo, solo trato.... graciasssss
ResponderEliminarAhhhh!!!, se me habia olvidado comentarte este, es uno de los que mas me gusta.
ResponderEliminarVale, pues gracias por comentar!!!! Me alegra que te guste este, el día que vi a esa niña bajando así por esa loma, uff!!! me dio como una cosa así, entonces prometí escribirle. Ojalá se haya visto, eso lo publicamos en un suplemento que tenemos para la montaña.
EliminarUn besi.