Hueles a rosa y se te abre en rosa / toda el alma rosada (…). / Rosa tú eres… Y una rosa larga / que durará mañana y después de / mañana.
Dulce María Loynaz.
El peso de los años lo lleva sobre los hombros, por eso ya no puede caminar muy bien. Entonces se sienta en la silla de ruedas y, despacio, le da otro empujoncito al tiempo. Los ojos aún se le enamoran de los recuerdos que lleva tatuados en la frente, y aunque no escucha como antes, ni ve como antes, ni es como antes; abraza al viento con los susurros de sus manos, lo tuerce, lo acomoda, y graba sobre él toda la historia de sus 100 años, que ya ha empezado a saltarle de la mente.
Juana Daniela Sánchez Segrera me dijo que no sabe por qué, ni cómo, ha durado tanto. Y asombra su talante de mujer de épocas lejanas, de mujer que vivió en blanco y negro decenas de sucesos de esta tierra, de mujer de otro siglo, de otra edad, de otros pensamientos… Se siente bien, bastante, dice, y me reveló que el único secreto para caminar por los años sin caerse, ha sido trabajar, y trabajar muy duro.
Apenas iniciado el siglo XX, regaló Juana el grito de felicidad a sus padres. 1904. Más la inscripción oficial quedó sobre papeles siete años más tarde. Nació junto a la entrada de la Bahía cienfueguera, y luego fue a vivir al corazón del monte: El Colorado, un asentamiento del Escambray. Allí dejó palabras entre las flores del café, y miradas pícaras sobre el lazo de los caballos.
Y vino Julián a robarse cuanto de ternura había y hay en esta mujer. Vino Julián, así mismo fue, dice Juana, y se perdieron juntos sobre la línea del horizonte. Se casaron cuando ella apenas tenía 19 años, él le construyó una casita en San Antón, y allá fueron a despertar a los nuevos soles. Entonces Juana sembró las raíces en aquel pedazo de tierra, el mismo pedazo que junto a ella fue feliz, y sufrió y lloró, la muerte de Julián.
Sobre los brazos de Juana hay fragmentos que faltan, fragmentos que están repartidos entre sus cuatro hijas, los 12 nietos, los 18 bisnietos y los ocho tataranietos. A todos los conoce bien, de todos se acuerda, en todos brillan, cual estrellas en implosión, los pedazos que Juana se arrancó para darles.
Y es feliz, muy feliz, me cuenta, y estalla en risas al preguntarle cuántos años más piensa vivir, y me responde: - ¡Oh!, no, no sé, todos lo que Dios me permita; pero en cualquier momento me puede dar un patatús y ya.
Pero Juana vivirá “después de mañana”, después de los rostros que se inventa el tiempo, después de los pasos perdidos, de las hormigas y de su casita en San Antón. Sí, porque ella es una de esas rosas largas que florecen para ser eternas.
Juana Daniela Sánchez Segrera me dijo que no sabe por qué, ni cómo, ha durado tanto. Y asombra su talante de mujer de épocas lejanas, de mujer que vivió en blanco y negro decenas de sucesos de esta tierra, de mujer de otro siglo, de otra edad, de otros pensamientos… Se siente bien, bastante, dice, y me reveló que el único secreto para caminar por los años sin caerse, ha sido trabajar, y trabajar muy duro.
Apenas iniciado el siglo XX, regaló Juana el grito de felicidad a sus padres. 1904. Más la inscripción oficial quedó sobre papeles siete años más tarde. Nació junto a la entrada de la Bahía cienfueguera, y luego fue a vivir al corazón del monte: El Colorado, un asentamiento del Escambray. Allí dejó palabras entre las flores del café, y miradas pícaras sobre el lazo de los caballos.
Y vino Julián a robarse cuanto de ternura había y hay en esta mujer. Vino Julián, así mismo fue, dice Juana, y se perdieron juntos sobre la línea del horizonte. Se casaron cuando ella apenas tenía 19 años, él le construyó una casita en San Antón, y allá fueron a despertar a los nuevos soles. Entonces Juana sembró las raíces en aquel pedazo de tierra, el mismo pedazo que junto a ella fue feliz, y sufrió y lloró, la muerte de Julián.
Sobre los brazos de Juana hay fragmentos que faltan, fragmentos que están repartidos entre sus cuatro hijas, los 12 nietos, los 18 bisnietos y los ocho tataranietos. A todos los conoce bien, de todos se acuerda, en todos brillan, cual estrellas en implosión, los pedazos que Juana se arrancó para darles.
Y es feliz, muy feliz, me cuenta, y estalla en risas al preguntarle cuántos años más piensa vivir, y me responde: - ¡Oh!, no, no sé, todos lo que Dios me permita; pero en cualquier momento me puede dar un patatús y ya.
Pero Juana vivirá “después de mañana”, después de los rostros que se inventa el tiempo, después de los pasos perdidos, de las hormigas y de su casita en San Antón. Sí, porque ella es una de esas rosas largas que florecen para ser eternas.
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