lunes, 4 de julio de 2011

Gotas de sangre sobre las lágrimas (+ fotos)

¡Yo quiero romper las jaulas de todas las aves;- que la naturaleza siga su curso majestuoso, el cual el hombre, en vez de mejorar, interrumpe;- que el ave vuele libre en su árbol;- y el siervo salte libre en su bosque;- y el hombre ande libre en la humanidad!-

José Martí

  Cierra el viento los ojos en el preciso instante del silencio, y se levantan luces con sabor a horizontes. Corre el agua pura, ondea la bandera que soportó los toques de a degüello, cristalizan los ojos en los minutos de siempre… Luego, se va deteniendo, insoslayable, la frente de aureolas, la frente de la Revolución, la que vio esclavos ahorcados y sufrió callada con la piel entre grilletes, la frente prodigiosa, la única, la eterna.
  Entonces uno siente que no le cabe en el pecho tanto sol y tanta grandeza, uno siente ese despertar, esas reverencias; uno siente a la patria corriéndole por las venas y desbordando, en torrente inclaudicable, sobre todos los espacios sagrados. Y uno siente un desplome que le impide caminar. Hay que detenerse en firme y apretar los puños, mirar al cielo, arrodillarse, hay que llorar; porque el Cementerio de Santa Ifigenia se te levanta en medio del tiempo, y te retumba toda la piel. Sí. Lo hace. Y bien fuerte.
 
Me sentí del tamaño del polvo. Hube de respirar junto a mis pocas valentías y caminé hacia delante, pisando su mismo sendero. Caminé mientras el cuerpo se me hacía más denso, y una sensación de paz se me volcaba por el iris. Y los vi, en sus danzas bajo los mármoles. Y escuché sus voces de cristal, sus espíritus, mirándome. Y las palmas, y las banderas, y las coronas, y las efigies, y las inscripciones… todo, absolutamente todo se me coló entre la cien y el alma.
  Sé que es difícil pensar en las ausencias, pero está tierra no pudo tener mejores hijos, y esos hijos se levantan hoy en mausoleos dignos, resistiendo las bondades de la tierra, el momento del después, batiendo los mares que se levantan contra los recuerdos. Por eso no pude tomar otro camino que el de su redención, e ir con la mano plena y la respiración apretada, a verle.
  ¡A él prometí tantas cosas! Bebí sus textos con la meta inalcanzable de acercarme un día a esa posa; y sus poesías me salvaron del abismo. Montones de veces. Ya sembré un árbol, ya escribí algo parecido a un libro, solo me falta darle vida al vientre que hoy espera poder regalar palabras como estas: “Pudiera yo, hijo mío, / quebrando el arte / universal, muriendo / mis años dándote…”.
  Y estuve de frente ante su tumba, cubierta por franjas de colores y una estrella; y sentí un dolor partiendo todas mis arterias, y el sol entrándome por los poros, y la brisa tupida, y los ojos quietos, y la voz muda, y los oídos sordos. Estar frente a los restos del más grande de todos los cubanos, te cambia, ya para siempre. No soy igual. No lo soy.
  ¡Quise decirle tantas cosas! Que vivo enamorada de él, por ejemplo; pero hay palabras (aunque sinceras) que no traspasan los umbrales de la tierra. Quise decirle que estaba celosa de aquella niña de tierras lejanas, y que yo también podía morir de amor. “Y es que mi alma (también) si me miras crece, / y no hay nada después que me has mirado”. No, no lo hay. Quise decirle que aprendí de memoria sus pasos de gigante libertario, su labor; que lo defendí, que lo defiendo, y que el dolor de su muerte no se quita, ni se afloja, ni se acaba.
  Soporté frente a sus restos la desdicha de nacer un siglo después de su muerte, de no haber compartido la suerte en los exilios, ni la mañana oscura de mayo de 1895. Y sentí, a quemarropa, aquella bala cruel que profanó su cuerpo atrevido. La distancia entre la vida y la muerte se hizo demasiado pequeña para salvamentos.
  Estuve junto a él, junto a Martí, porque solo así pude pretender que me escuchara, que supiera de dolores sin consuelos, y de lágrimas sin pozos donde descansar. Tiene el maestro un mausoleo donde descansa en paz, y desde donde sigue emitiendo la misma luz que saliera, tímida, desde la calle Paula.

DESPUÉS DEL DESPUÉS



Qué así como esas hojas en el techo / refléjense al morir nuestras figuras / agrandadas en el cielo.

José Martí

  Poco pudo hacer le polvo de alas de mariposa. Ínfimos esfuerzos que no detuvieron la pólvora, ni la trayectoria, ni el combate. Allí, en Dos Ríos, se detuvo la grandeza de quien aprendió a comer grilletes y llagas sin desprender una sola lágrima. Allí se detuvo.
  Enrique Loynaz del Castillo le arrancó al suelo la sangre coagulada de Martí para echarla en un pomo; dicen que había un reguero grande sobre la tierra. Y Gómez, también de frente al sitio donde cayera en Apóstol, sentenció que Pepe fue a la muerte “con toda la energía y el valor de un hombre de voluntad y entereza indomables”.
  Nunca más nadie volvió a montar sobre Baconao, quien a pesar de ser herido, salió ileso del enfrentamiento donde murió su amo. Máximo Gómez ordenó, tiempo después, soltarlo en la finca Sabanilla.
   Dijo Martí: “en la cruz murió el hombre un día, hay que aprender a morir en la cruz todos los días”. Y se abrió el cielo, y descendió en tormenta aparatosa la muerte misma para desembocar sobre su rostro. El impacto, la sangre, la caída, no debió ser, no podía ser. Pero no hubo mayor grandeza que la suya, ni mejor destino que el de ese amor desenfrenado por Nubia.
  “Morir no es acabar”. Por supuesto que no, mi Martí. 


Foto: Ismael Francisco










Foto: Ismael Francisco




Foto: Ismael Francisco

2 comentarios:

  1. Le has honrado, Melissa. Es mi mejor elogio. Claro que sí: Martí y yo sabemos que tú también puedes morir de amor. Pero lo que necesitamos es que vivas de amor. Según yo veo, es lo que haces. ¿Verdad que sí?

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  2. Sí, claro que lo hago, así, de a poquito para sustentarme, solo eso como... gracias otra vez por leer, por estar (a mí también se me están acabando las gracias). Para Martí y para ti, por supuesto que viviré de amor.

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