Ayer tenía una cita a las tres de la tarde. No puse reparos en la hora, al fin y al cabo, ERA UNA CITA. Tomé las precauciones, esperé paciente el mediodía, que llegó mojado y con pocas ganas. Pero no me desanimé. Salí resuelta. Eran las tres menos diez.
Caminé despacio, me esperaban en perpendicular, quizás en un lugar poco común. No demoré en llegar, me sequé el sudor, y doble la esquina con la puntualidad gastándome los zapatos. Estaba un poco nerviosa, pues uno nunca sabe lo que puede ocurrir en una cita, mucho menos si la locación es el cuartel de bomberos de la ciudad.
Lo sé: todos los carros, y todos los chalecos, y todas las mangueras, se burlaron, eternamente, de mí, sentí sus carcajadas en los oídos durante el resto de la tarde. Me dejaron plantada: mi cita estaba “en una actividad”, ni me avisó, y menos, me invitó a “su actividad”.
Por suerte, solo era una cita de trabajo, y el recluta de guardia, tenía los ojos verdes más lindos que jamás había visto.
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