Llega un momento del día en que me es urgente la necesidad de glucosa. En vena, para calmar de un solo golpe la amargura. Salgo desesperada. Camino por el boulevard, el cual tiene la sorprendente capacidad de marear mis sentidos, con ese incesante paseo de personas todo el día, y hacia arriba, y hacia abajo, y si por el costado, o los laterales. Me es difícil imaginar cómo existen tanta gente que no tienen más que hacer sino viajar en diagonal hasta el cansancio.
La ruta, la saben mis pies de memoria: doblen en la esquina, una cuadra, a la izquierda y deténganse. Trato de pararme en firme, pero, estoy muy mareada. Intento recuperarme comiendo un poco de aire fresco, entonces el vacío del estómago no hace más que inflarse. Me tambaleo. Suspiro. Estoy molesta y no pienso con claridad; y lo sé, cuando logre estar entre las primeras personas de la cola, ya será demasiado tarde.
La fila interrumpe el paso en una sección de la Calle San Carlos. Es lógico, el espacio de la acera resulta minúsculo para tanto personal. No basta con acumularse en dos o tres metros, no, eso no resuelve nada. Pedí el último hace un rato, pero nadie contesta. Miro otra vez los rostros, insisto, más no logro intimidar a ninguno. Decido guiarme por fulanito, total, qué más da. Procuro entretenerme descubriéndole las telarañas al cielo, o a la calle, aunque parezca distracción de tontos. Algo tengo que hacer.
Después pienso en si la tortura de hacernos esperar tanto tiempo será a propósito. No, no, qué va, no puede ser. ¿Qué entonces? No comprendo. Resulta desesperante la situación, y yo casi sin aliento, y mis ojos, que están a punto de blanquearse aunque no hay cerca ni una pizca de cloro, y otra vez los pies, y este vahído incesante, y la gente, protestando, y tienen razón, por supuesto, pero yo ya no puedo, y mi cuerpo que grita: AZÚCAR, y el pito de los carros y la hilera de las personas del cibercorreo, que también es tan profusa, que vamos a chocar, ¡ah!, no sé, ¡agáchate!, y no, que no llego, necesito ayuda, pero pocos socorren en estos tiempos de tantos auxilios, y el orden, que tampoco llega, y...
Con las pocas fuerzas que me quedan impugno, intrusamente, dentro de la dulcería. Allí están, tan lejos, y por medio ese maldito cristal. Uf!!!. Míralos, son mis piononos, los rollitos, tan azucarados, y las palmeras, esos pasteles, los polvorones y los brazos gitanos; más, ir por ellos es una tortura ya consabida, salpicada por un mar de nefastas planificaciones.
Me recupero un tanto. Es la esperanza. Entraron los dos primeros de la fila. Ya falta poco, me digo, pero adentro el desorden no se organiza, y afuera cada vez somos más los hipoglicémicos. No es lógico. Si este establecimiento, el cual, no sé si coincidentemente, lleva por nombre “El recreo”, es el único en esta zona que vende dulces, no se han preocupado por agilizar a la siempre abundante clientela.
¿Por falta de personal?, no, esa no es la respuesta del problema, por el contrario. Mientras mi boca no hace más que segregar saliva como si estuviera descompuesta, a los trabajadores, holgados y muy serenos, parece no preocuparles el caos de afuera. Eso me pregunto, nos preguntamos. Pues hay uno tras la barra de los refrescos, donde no siempre hay clientes, otro que solo limpia las mesas, donde no siempre se sientan los clientes, otro más que solo cuida la puerta, otros dos que despachan, pero en la misma cola, otro que solo cobra, y otros cuantos uniformados, que, supongo, sean los encargados de contar los confites cuando llegan, como ya dije, eso lo supongo.
¿No podría existir la posibilidad, al menos para los momentos de más concurrencia, que todos apoyaran en el empeño de disolver la cola? Al fin y al cabo hay algunos que hacen tanto, y otros tan poco, pues no veo dificultad en que piensen de forma global, por el bien del servicio y de los consumidores.
He perdido ya muchísimo tiempo y aún no resuelvo mi problema. Pero no puedo marcharme ahora, después de toda esta espera. Hasta hice algunos amigos. Los llamé: los amigos de “El recreo”. Ya no sé si desmayarme, o exigir mis derechos, o revelarme junto a mis nuevos aliados, o asaltar a la camioneta que trasporta a las confituras para liberarnos de una vez de este infierno.
Lo cierto es, que aquí, la desesperación sabe a las golosinas que ya no probaré. Mira. Ahí va, el último de ellos. De los dulces solo quedan los nombres y la pintura en esos graciosos cartelitos, ¡lastima que no los pueda comer!
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