La vida pasa trabada en las alas de un ave, casi cayéndose. Si te fijas, la verás agarrada con los pies y las manos y la boca, mordiendo las plumas o la carne -indistintamente- para no soltarse. Migra y uno se queda así con una nostalgia increíble y tiene sueños con lugares que jamás conoció y llora si hay tempestades y siente un dolor en los brazos que no se puede explicar. También regresa, no siempre cuando hay mejor tiempo, no siempre cuando la esperan del otro lado; y se encuentra con realidades bien distintas: el nido inundado por las goteras y el vecindario con alguna plaga.
Por eso, cuando un cazador dispara y atina y muere un ave que iba con las alas abiertas, hay un deceso. Cuando una escopeta detiene la respiración a mitad de las nubes, no queda más que un silencio en alguna casa y luego están las lágrimas y los pañuelos que uno exprime por las esquinas y los familiares que llegan vestidos de negro y comentan en los funerales sobre la magnificencia del fallecido.
Afuera siempre están las aves.
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