viernes, 22 de julio de 2011

Dicotomía incruenta*

Caricatura: Ández
  Hay noches en las que no duermo bien. Abro los ojos en medio de oscuridades, pero no estoy en mi cuarto, ni en mi cama. Tengo la terrible sensación de habitar espacios de nadie, de caminar con los pies de otros, de respirar en muchos cuerpos, y de sentarme donde ya estaba sentado alguien. Me debato en laberintos que no sé hacia dónde conducen, y entre tantas respuestas extravío el rastro. Cambio de estados, de cercos, de ambientes…
  Me siento multiplicada. Estoy en decenas de lugares a la misma vez, haciendo cosas distintas. Me utilizan. Me estropean. Soy lo que ellos necesiten, lo que ordenen. Metamorfoseo a cada minuto. Soy útil. No sirvo. Desaparezco. Ocurre todo el tiempo, ya poco importa si estoy de pie o sentada, si hay eclipses, si se va la luz, o si es viernes; no puedo escapar ni de las horas, o las transfiguraciones. Ser de papel no es virtud comparable de fáciles maneras. Encierra compromisos no escritos, y raras utilidades. Adaptarme o no, ha sido cuestión de otros; no soy más que usos y gratificaciones.
 
Esta mañana he sentido aquel mareo constante. El mundo entero me daba vueltas y más vueltas, de un lado y del otro, hacia la derecha, luego arriba, a la izquierda y abajo. La realidad paseaba por mis ojos indeteniblemente, mientras producía un fresco envidiable. ¡Hace tanto calor!, que a nadie puede importarle mis náuseas, si puedo refrescar el sudor de los rostros.
  Hay días de retos. De soportar el peso de los cuerpos sobre mi cara. Me colocan en el piso y se sientan sin notar que estoy justo debajo. Se acomodan, se restriegan, me aplastan, me asfixian, ya sea por el cerco o por los olores con que rozan. Es inaudito. Y los voy protegiendo de la suciedad de las superficies, y mantengo sus pantalones, o sus sayas, limpios; mientras no recibo más que polémicos paisajes.
  Puede haber un zapato o cualquier objeto sucio, un espejo empañado, una rana a la que atrapar para sacar de casa; y allá voy otra vez. Me toman impíamente entre otras manos y me friccionan por todos los lugares. Me como las suciedades sin haberlas ordenado, trago de un sorbo la humedad que dejará brillante el espejo, y soporto, valientemente, la frialdad y los ojos feos de cualquier anfibio mientras, junto a él, en caída libre, abandono el hogar al que pertenecí.
  Y si las horas no fueron de mucha suerte, y la mascota orinó en la sala, me colocarán sobre el charco para aspirar todo rastro. Entonces siento como se va mojando toda la piel, y estoy empapada, y aspiro de un tirón el olor impenetrable por todos los poros, y no soy más que una mezcla extraña de fotos y títulos empapados chorreando la mezcla de orine con tinta.
  Las desgracias llegan todas juntas, es verdad. Pero cuánto diera por un margen de tiempo. Tan pronto llego a casas desconocidas, y luego del vistazo sobre mis letras, me pican en pedazos. Sálveme si puedo quedarme con mis partes racionales. He visto marchar mis párpados, dividir mis labios, separar mi mente. Cuando logro abrir los ojos después de los troces, estoy rodeada de azulejos. Y no me gusta:
  A la derecha hay un lavamanos, al fondo una ducha, y frente un inodoro. Entonces viene un individuo, poco importa su procedencia, o su nombre, y se sienta frente a mí. Me mira con desconfianza, frunce el ceño una o dos veces, y lo veo ponerse rojo, pujar, apretar los dientes, llevarse las manos a la frente, y doblarse por el estómago. Continúa mirándome con desconfianza, y sin pena alguna inunda el poco espacio entre nosotros de olores despreciables. Y no me gusta. ¿Por qué yo? Por último toma un pedazo de mí, con mucha suerte no será mi rostro, y lo lleva hacia el lugar prohibido. Hace lo que tiene que hacer, limpia su piel conmigo, y allá voy, al cesto, marcada ya para siempre con la estampa de los intestinos.
  La basura de casa también busca refugio en mis brazos. Y tengo que abrirlos, bien grande, para guardar las sobras. Luego viajamos juntas por la ciudad a la vera de algún camión que nos recata del basurero (o no) del barrio. A mano también me tienen para que no pierdan frío las carnes durante los viaje. Y se me pega esa sangre descongelada que me tiñe de rojo mientras va humedeciendo toda la piel.
  Y me pongo triste, y se me llena de rocío todas las letras cuando me acuesto a dormir sobre espaldas ajenas. Protegerlos del frío hace que tambaleen mis sentidos; esos recuerdos se tatúan, para siempre, sobre la cien.
  Dentro de otros roles, está el de soportar, por ejemplo, las manchas de pintura que me siegan algunos sentidos. Ya sé: hay que decorar la casa, y yo debo permanecer antes del suelo para evitar más suciedades.
  Después están esos golpes de mi cara contra las pulgas, pues dicen que no hay mejor enseñanza de obediencia para un perro que pegarle con un periódico. Y allá va mi cuerpo todo a estrellarse contra las geografías caninas, a domesticarlo, a indicarle, a golpetazos, que no se puede hacer pipi dentro de la casa, y que debe hacer caso cuando se le saque a pasear.
  Lo confieso: hay días más tranquilos, hasta que a alguien se le ocurre recortarme por la mitad para guardar el artículo del reverso. Después de eso, no vuelvo a estar en paz.
  Por eso no puedo dormir bien. Eso sucede desde el día exacto en que comencé a trabajar. Y si un viernes usted ve mi nombre, o mi foto, en el CINCO, por favor, piense bien qué va a hacer conmigo, recuerde que voy a abrir los ojos en medio de oscuridades y que ya no estaré en mi cuarto.

*nombre dado por el argentino Oliverio Girondo a uno de sus poemas.

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