Algunas calles de La Habana

... no sé por qué, me dan una tristeza que espanta. Entonces trato de cerrar los ojos para no verle el rostro a las casas o las señas de súplica que me lanzan los edificios; pero me persiguen miradas de no sé qué fantasmas, y aquella tarde hasta me sostuvieron por la cintura y me acariciaron el pelo y yo intenté soltarme pero no veía las manos y sus rostros no tenían sonrisas, pero sí un olor fuerte, muy fuerte que me erizó los pelos que me afeito.

Algunas calles de La Habana, bajo el sol, se inclinan sobre la acera donde me tomé aquel batido de mamey, se inclinan y, quizás, besan el cemento si nadie las mira. Y nadie las mira: unos andan levantando cartelitos donde se lee: “restaurante”, “buena comida china”, “rent rooms”, “taxi”, “pizza”, y otros le pasan por el lado, esquivando el mareo de ofertas y del dinero que no tienen; mientras otros se sirven toda la comida.

Nadie las mira porque las guaguas pasan demasiado rápido y porque apurruñan a la gente contra los cristales y porque cuando uno se baja solo atina a mirar si le falta algún trozo. Nadie las mira porque hay discotecas con cervezas, hoteles y cañonazo y Habana Vieja para extraviarse entre adoquines y otros edificios que sí son felices y sonríen cuando uno se para frente a ellos. Nadie las mira porque los enamorados prefieren otros lugares para besarse y porque allí solo se pelean y se dicen cosas que hace tiempo llevaban por dentro. Nadie las mira porque los taxis cobran 10 pesos igual que las pizzas y las hamburguesas y los perros calientes y los refrescos y después a la gente no le queda fuerzas para alzar la cabeza; y porque uno, luego del cansancio de los días, no atina más que a cerrar los ojos.

Algunas calles de La Habana, no sé por qué, bajo la noche murmuran secretos para los que prefieran enterarse. Yo los escuché, sí, de madrugada, mientras muchos dormían, y otros levantaban cartelitos y otros pasaban por el lado y otros se apurruñaban en las guaguas y otros…