“… aunque esta muerte sea / uno de los absurdos previsibles / da vergüenza (…) / teclear las tres letras mundiales de tu nombre / en la rígida máquina
que nunca estuvo / con la cinta tan pálida”.
que nunca estuvo / con la cinta tan pálida”.
Benedetti
“Cuando tú comandante estás cayendo / ametrallado / fabuloso / nítido”, cuando se repite aquella mañana de la Higuera, y el tiempo vuelve a ser mercenario y oscuro y las balas queman a gritos las pieles. Cuando tú, comandante, que “eres nuestra conciencia acribillada”, regresas vestido con el alma, con la boina y la mochila; cuando eso sucede, y entras en mí, y en mis letras, ya nada de lo eterno peligra.
“Dicen que te quemaron, / con qué fuego / van a quemar las buenas nuevas / la irascible ternura / que trajiste y llevaste”. No, eso es imposible, porque ni aún el silencio logra desvariar tu figura, y reapareces con el sol para alumbrar los caminos, incluso aquellos donde le pusieron fin a tu aire.
Y tu pupila me amanece cada mañana, me levanta de la cama donde te sueño desde siempre. Tengo tu rostro multiplicado en el cuarto, en todos los espacios. Me robé tu sonrisa para colocarla encima de la mesita de noche, y la contemplo hasta el último parpadeo. Mientras, tus ojos, tu barba de guerrero perpetuo, tu nariz perfecta, y el pelo, el pelo que sin brisas te golpea las mejillas, me hacen eternamente tuya.
Estás grabado en mis paredes, varias veces, porque tenerte es el único modo de encontrarme. Y en las tardes te leo poemas de Neruda, también “desde el fondo de ti, y arrodillado”, hasta que el libro rompe la afonía de las distancias y te haces mortal entre las luces. Te leo: “…fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame, / del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo”; y tomo tu mano, fuerte, bien fuerte, para que sepas que a mí, jamás me cultivará otro jardinero.
Y me miras, dulcemente, sé que lo haces, desde el fondo del iris. Y yo te entrego cuanto de mí tengo, lo que nunca le ofrecí a nadie. Se lo concedo al motociclista que viajó sin frenos por Latinoamérica, al expedicionario del Granma, al combatiente de Alegría de Pío, y al guerrillero “sin tacha y sin miedo” que triunfó sobre la Sierra, en el Congo y en Bolivia.
A veces quisiera entrar en el cuadro, traspasar la frialdad de ese marco, ¡maldito marco que apenas me deja tocarte!, despedazar el papel o tatuarme dentro. O, simplemente, haber sido ella. Haberte conocido a la altura de las Villas, del Escambray, del Ejército Rebelde, de los fusiles y las montañas. Que me hubieras mirado hasta desnudarme, como a la Patria misma. Llamarme Aleida, para que dijeras: “vamos a tirar unos tiritos conmigo” y yo asentir; o para regalarte el pañuelo, y que tú escribieras tiempo después: “… me lo dio ella, por si me hería en un brazo, sería un cabestrillo amoroso”, y no haberme separado ya nunca más de ti.
Aleida, para que de adentro me nacieras, cuatro veces, para que me llamaras “mi única” y guardar letras como estas: “así te quiero, con el sabor a carne limpia del hoyuelo de tu rodilla (…), mirando a los niños como una escalera sin historia. (…) Si sientes algún día la violencia impositiva de una mirada, no te vuelvas, no rompas el conjuro, continúa colando mi café y déjame vivirte para siempre en el perenne instante”; o: “te podría decir que te extraño hasta el punto de perder el sueño (…) no sabes cómo extraño tus lágrimas rituales bajo un cielo de estrellas nuevas”.
Es que yo vivo prendida a tu rostro, todos y cada uno de los días, a tu nombre, a tu pasado y tu mañana. Una vez pediste: “recuérdenme de vez en cuando”, pero es que yo, Ernesto Guevara de la Serna, te recuerdo siempre.
Siempre.
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