Se conocieron meses antes, cuando lo de la explosión. Él apenas alcanzó a mirarle los ojos. Fue suficiente. Ella tenía todo lo necesario para ejecutar un plan perfecto. Las caderas abultadas y la sonrisa atrevida. Buenas piernas, buenos hombros, mejores nalgas. Nadie dudó nunca de que fuera ideal para su empresa. Aquella misma noche él se aseguró de todo. Calculó las extremidades de ella, espiándola por detrás de las reuniones, la potencia de la voz, la capacidad de la mente y la resistencia de la piel. Anotó los cómputos en la libreta desvencijada, página 577 y fue a dormir con la malicia comiéndole los sesos.
Bastaron unos meses. Hacía calor, como aquel mismo día, aunque él siempre fue un témpano por dentro y por fuera. Esta vez, la explosión dañó bien poco en la cuadra. Ardió la casa de ella al amanecer. Explotó ensordeciendo al vecindario. Nadie supo qué sucedió en realidad, aunque con rapidez intrusearon entre las cenizas que luego volaron desde el balcón. A la mañana siguiente, durante el funeral, hablaron cosas sin sentido. Era una muchacha buena, repetían, buena de verdad. Y nadie pudo explicarse las realidades.
Él estaba allí. Se tocaba el bolsillo y reía entre dientes. Parecía una gárgola por detrás de la gente y las tumbas. De entre las manos se le desprendía una gota de sangre mientras la tierra sepultaba los últimos vestigios de su empresa.
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