Lo besó hasta robarle las entrañas. Le abrió la boca y se metió dentro; primero el rostro, luego las manos y el pubis y las piernas y el alma. Le abrió la boca a mitad de la cama, sin piedad, sin preguntas; le abrió la boca con fuerza, tiró de los labios como si fuesen cuerdas de un muelle que pende, los mordió, los succionó con una presión terrible.
Después le estrujó los dientes, los obligó a colisionar, en desespero, unos con otros, y a perderse entre la garganta y el cielo y la encía. Al final, liberó a la lengua, que cual serpiente hambrienta penetró en busca de la presa. Penetró, intrusa, bojeando todos los espacios: a la izquierda, y por encima y al centro. Salió acariciando las huellas, dejando una humedad exquisita, y con una satisfacción plena cual usurpador de gobiernos.
¡Ah!, ¡esa boca!, no pudo dejarla ni en sueños, ni después de esas realidades tan ajenas. No pudo, siquiera, no pensarla, pues se le incrustó en la piel sin que apenas se diera cuenta.
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