lunes, 6 de junio de 2011

Detrás de sus nubes

  Hay unos ojos que me observan. No sé si entienden. No sé si recuerdan. Y me miran después de las cercas y los columpios, por debajo de las mangas de colores y por detrás del césped. Hacen ruidos extraños que no me asustan. Creo que los conozco; de algún sueño, de otra realidad, de los despertares.
  El cuerpo entero que se alimenta de todo el sol de la mañana quizás esté sufriendo, quizás sonría, aunque no alcance a verlo. El cuerpo entero se sienta, después, a esperar los arcoíris, aunque no sepa por qué aparecen. A esperar la luna, aunque no sepa por qué marcha el sol.
  El tiempo pasa demasiado rápido. Las vendas de los ojos impiden saborear las tonalidades de la vida, de la misma vida, de la de todos. Entonces se erigen paisajes de nadie, esos que no se sabe si tienen colores reales, o si vienen para confundirnos.
 
Mientras, sin importar que el tiempo se detenga o transcurra más rápido, ellos están sobre el mismo sitio, a la misma hora, los mismos días. Esperan las mismas cosas, creen en las mismas cosas, saben las mismas cosas.
  Yo paso. Los veo. Algunos como estatuas sobre el césped, buscando la magia del horizonte, otros, recostados a las paredes, esperan pacientes la tarde. Se disgregan en silencio por todo el lugar y buscan fuera de sus cercas explicaciones en forma de nubes. Para ellos las nubes son grandes pedazos de algodón que dejan dibujos en el cielo, entonces quieren atraparlas con un hilo para hacer cometas, pero se les escapan. Las nubes se escapan de tanto soplar.
  Su vereda es la de muchos. Están frente al hospital, después del banco de sangre, en un punto medio de esta ciudad a la que también pertenecen. Y no me gusta llamarles “locos”. No lo son. Nunca lo han sido, ni lo serán. Hay verdaderos orates caminando sueltos por las calles. Y no son ellos. No lo son.
  En sus uniformes llevan la marca del tiempo. También desconocida. Y pasean entre las fronteras de la realidad inventando juegos extraños. Hay marcas que limitan su territorio. Quieren salir. No pueden. No deben. Entonces mirar afuera duele en el mismo centro del iris. Duele porque dentro no encuentran la heterogeneidad de la vida, ni los gritos de los carros, ni la molestia de la vecina que ahora grita como una loca porque echaste agua por el balcón y se filtra.
  Allí no hay amaneceres intoxicados por las guaguas que no llegan, ni por los coches, que ahora valen dos pesos. Tampoco hay malos entendidos, ni malos amigos, ni mal pensados. No deben salir, pero allí tienen la paz espiritual que a veces se pierde, y no aparece. No deben salir, pero hay encantos que se logran aunque los espacios sean reducidos, e inexplicables.
  Por eso sé que los conozco, porque imaginar historias mientras me detengo a mirar sus rostros, es suficiente. Los conozco porque pienso en ellos, porque les escribo, porque sé de obstáculos de piedras, de cantos apagados y de realidades difíciles. Les escribo para que se sepan más libres, más de su tiempo, más de todos.
  De nada vale lamentarse por las arrugas del tiempo, sufrir porque los pétalos de las rosas se caen. No vale. No vale el desorden de las montañas, ni amargar las paredes del cuarto con sorbos de café. No valen las mariposas de tu ventana, espántalas. Hay hombres, y mujeres, aguardando, detrás de las nubes, detrás de las cercas y los columpios, a que los mires, y sin asustarte.
  La ternura no tiene porque ser de papel.

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