jueves, 9 de junio de 2011

Las manos que moldean a la muerte

La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver (…). La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer…

Eliseo Diego

  Hay unas huellas, huellas indelebles, que van a esperarte. Hay unas huellas tatuadas en la madera, sobre los pliegues que nadie mira, por debajo de los bordes, escondidas. Hay unas huellas que van a ayudarte con el dolor, que soportarán los suspiros y evacuarán el llanto. Van a estar, a pesar de la tristeza, del sufrimiento sin nombre. Hay unas huellas forjadas con sudor, ellas, van a mirar tus párpados, y se fundirán a las tuyas durante el viaje eterno a la paz de los sepulcros.
  Ya sé que las pérdidas se llevan consigo un pedazo inmenso de corazón, y que luego, la vida toda, no alcanza para reponerlo. Ya sé que los finales son de púas sobre las pieles, y que el cielo no vuelve a tener los mismos colores. Ya sé de despedidas sin avisos, de llantos sin consuelos, y de mariposas negras en las ventanas. Ya sé.
  Pero hay quienes en su oficio, oficio que anda de novio con la muerte, van y construyen el espacio perpetuo donde descansará tu esencia. Hay hombres y mujeres que en el anonimato de los días y la superstición entendible de las noches, se presentan firmes a esculpir los sarcófagos. Entonces enfrentan los miedos, las miradas reticentes, las vueltas de caras; pero continúan.
  Hace 25 años que Andrés de Jesús Sánchez Cuellar forja con sus manos las huellas en los ataúdes. Levanta temprano, y se marcha en las tardes con las astillas de madera hundidas bajo las uñas.
  “Hay días que tenemos que hacer un poco más de ataúdes, en dependencia de la demanda de la funeraria. A veces construimos 10, pero cuando hace falta llegamos hasta 20 o 40, aquí todos los compañeros estamos dispuestos a trabajar lo que se necesite”.
  Andrés habla con la seguridad de pocos. Desafiar señales lo ha hecho más fuerte. Su familia, los 2 hijos, también saben de los esfuerzos, de lo valientes y precisos que son sus puños mientras le da forma al listón.
“Cuando comencé a trabajar aquí nunca tuve ningún tipo de prejuicio, y siempre asumí que era muy necesario realizar este oficio. Me tocó a mí, a mis compañeros, estoy consiente de ello. Y a la población que no nos tema, al final, todos iremos hacia el mismo sitio”.
  Quizás Andrés de Jesús tenga una percepción diferente de la vida, de la muerte. Tal vez llore cuando deba sonreír, o viceversa. A lo mejor tiene pesadillas que combate con buenos sueños. Es un hombre común, pero es grande. “Hay que cuidarse mucho, hay que vivir, y no porque yo haga este trabajo significa que desee que la gente muera, al contrario, en realidad quisiera que todo el mundo viviese.
  “Yo no le temo a la muerte, sé que algún día moriré, así que no tengo por qué temerle. Pero cuando eso suceda no quisiera que el ataúd haya sido construido por mí, imagínese, no me gustaría irme en mi propio trabajo – se detiene y busca respiración donde no es fácil encontrarla, luego continúa-. Quisiera que lo hubiese fabricado cualquiera de mis compañeros”.
  Sí. Es difícil. No es tarea para andarse con dudas, o con incertidumbres. Entonces debemos inclinarnos, despacio, ante todas esas huellas, las de ellos, porque mañana, cuando cierres los ojos, puede que te estén apretando bien fuerte las manos para no dejarte temer ni un segundo en medio de tanta oscuridad.


La muerte, en fin, es esa mancha en el muro que 
una tarde hemos mirado, sin saberlo, con un poco de terror.

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