viernes, 24 de junio de 2011

Tiro al alma

  Cuando amanece se sienta cerca de la ventana en la butaca, y trata de olvidar; pero es muy difícil. Ángela convierte el aire en mariposas, vuela con sus alas hasta los confines del alba y sólo regresa en las tardes junto a las tormentas. Y después intenta dormir, pero ella y la almohada no son buenas amigas, tampoco el cuarto o la cama. Ángela aún sueña con esa noche de espanto y tiene pesadillas y aprieta fuerte los ojos cuando las imágenes de los bandidos se le vienen encima; pero no siempre logra despertar. Esos terroristas seguirán rondando en su cabeza a pesar de los años, a pesar del tiempo.
  Tenía trece años. Apenas trece. Y no es justo que se culpe por haber nacido en el sitio equivocado. Esa no es la verdad. Boca de Samá, Banes. Fue el 12 de octubre la madrugada que hizo grietas en su vida. 1971 el año que estará escarificado perennemente dentro de su piel.
 
Una cruz gigante estaba ceñida sobre el caserío donde Ángela era feliz. Poco más de una década de Revolución habían proporcionado muchas luces a su familia, pero también sombras. Sí, unas horrendas sombras porque a los vecinos norteños no les simpatizaba el tamaño de la libertad a sólo 90 millas de su territorio. Tanto les desagradaba que se encargaron de demostrarlo muy bien. Y Ángela sabe cómo. Esa misma noche en el hospital, alguien le dijo a su madre: “Dios no ha querido que tu hija muera”; y ella con la impotencia de quien no ha podido hacer nada para defender a un hijo cuestionó: “¿y quiso que perdiera el pie?
  Ángela Pavón fue una de las lesionadas durante el ataque. De un grupo de terroristas tripulantes de dos lanchas artilladas (procedentes de la Florida) salió la bala que destrozó, de un cuajo, uno de sus pies. Tuvieron que amputar. Otra niña, Nancy, de quince años, estuvo entre el resto de los heridos. Dos pobladores no sobrevivieron. Oriente fue, esta vez, el blanco del terror. Esas ganas infundadas de derrumbar los triunfos de enero del ’59 llegaron demasiado lejos. El gobierno norteamericano no perdonó, no perdona. Son incontables los intentos, los asesinatos, las torturas…
  Ángela no quiere pensar que pudo haber muerto con trece años, pero sí que pudo haber lucido tacones en sus quince o haber corrido detrás de la guagua cuando se atrasara para ir a la escuela. Pero eso no sucederá. No sucedió. Ángela sabe quienes fueron los culpables, pero aquella noche no entendía muy bien eso del terrorismo. Ahora lo hace. Y cada vez que baja el rostro y mira abajo, recuerda. Ella es una de las miles de víctimas de actos terroristas en la Isla después del triunfo revolucionario.
  Ya no le hace daño mirar la cicatriz del muñón. Y el dolor, a veces, cesa. Pero lo más grave es la rabia, la ira, la irritación.

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