martes, 14 de junio de 2011

Nieve en el cuarto

  Entré dispersa. Media mareada por el viaje y el sol, y unas gotas de sudor me recorrían todos los espacios. Entré por la puerta de siempre, la única puerta que me espera, sin preguntas, sin reproches, y sin mentiras. La puerta de mi casa es una especie de santuario sin sacerdote, una suerte de oasis en los desiertos. Entré: la llave profanó la hendidura, suave y serenamente. Siempre lo hace, pero ella no se queja.
  Me recuperé del mareo, más el calor continuó gastándome la piel, y el dinero (los ventiladores siempre me han parecido enemigos necesarios del salario). Fui hasta el cuarto para guardar la cartera y la sombrilla, también las de siempre, entonces descubrí el milagro.
 
Un milagro tan poco común, tan raro, tan de locos, que ya ni sé: había nieve en mi cuarto. Sí, tan blanca y en copos como la que cae del otro lado del hemisferio. Miré hacia arriba, no podía encontrar una explicación lógica: primero porque estamos en pleno junio y segundo, porque cuando me fui en la mañana no dejé ningún agujero en el techo. Entonces descubrí la segunda parte del milagro:
  ¡Vaya!, que las lluvias de este mes han traído bastantes pocos beneficios para mi pobre techo. Pues se ha filtrado toda esa humedad con un amor tan profundo que desgajó la pintura, la misma pintura blanca que encontré, desmoronada, por todo el piso de mi cuarto. 

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